El Vuelo del Elefante
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El Vuelo del Elefante

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El globo desapareció en el cielo apenas cruzó una corriente de aire cálido, de ésas que son capaces de levantar hasta a un elefante en el más caluroso de los veranos que gobiernan ese continente. Sin poder recuperar el aire y con la mirada fija en la poderosa llama que agitaba sin tregua el interior de la tela, la asustada cría no se atrevió a mirar hacia afuera del canasto hasta que la noche la envolvió con un frío de mano helada. Ahora la bocanada de fuego que despedía el quemador iluminaba la tela y todo el globo no era más que un gran farol en el silencio sombrío de la noche, tan inútil como un faro que flota a la deriva en alta mar.

Convencido de que el regreso no era posible, el pequeño elefante asomó su trompa sobre el canasto y se puso de pie. Debajo de él todo era mar. Un mar con un rumor impaciente. El agua se revolcaba sobre sí misma, olas que se topaban con otras olas parecían rugir de hambre. Recordó por un momento a la leona e imaginó que debajo de él podría estar la manada completa. Lo tranquilizó pensar que allí no había nada más que agua. Más arriba, el cielo era un profundo vacío. El elefante se abandonó a su suerte, apoyó su cuerpo sobre las patas flexionadas y durmió con resignación.

El globo amaneció sobre la costa oriental de algún otro continente, a pocos metros del suelo. El quemador del globo apenas expulsaba una débil llama que no lograba mantener tensa a la tela. La pérdida de altura hacía más inestable al vuelo y con el último golpe de aire en el canasto el elefante despertó.

Ahora el globo sobrevolaba un desolado caserío y no pudo sostenerse más en el aire. El canasto chocó contra el techo de la última casa antes del descampado y el globo pareció quebrarse en dos. El quemador ya no arrojaba fuego y la pesada tela cayó sobre el canasto y sobre el elefante.

Nadie escuchó el golpe. Nadie salió a ver qué sucedía. Nadie caminaba por esa calle. Sólo un elefante lidiaba con las cuerdas y con la tela que lo cubría. Cuando por fin logró liberarse, comenzó a caminar por el medio de una calle empedrada rumbo al sur. Una ciudad vacía lo volvía a aturdir de la misma manera que lo había aturdido la noche anterior y ese mar monstruoso. La tarde lo encontró deambulando con su trompa sobre los adoquines. Se detuvo frente a una casa con paredes de piedra que tenía la puerta abierta. Algo de lo que sucedía en su interior le llamó la atención. De pie, alguien les hablaba a unos pocos comensales sentados alrededor de una mesa. A su derecha, un hombre de mediana edad se dejaba caer sobre el respaldo de una silla de hierro; de vez en cuando miraba las manchas de sangre en el cuchillo que tenía entre sus manos. A su izquierda, un niño que había dejado apoyada su bicicleta en la pared lo escuchaba con asombro. Al lado de él, una anciana luchaba por mantener el aire con el rostro cubierto por una mascarilla que le proporcionaba oxígeno.

El elefante quiso escuchar un poco más y decidió entrar a la habitación apenas iluminada por un farol a querosene. El hombre se detuvo a mirar cómo el elefante intentaba pasar por el estrecho marco de la puerta. Cuando por fin la pequeña cría logró acercase a la mesa, el hombre dijo:

—Soy Blas. Ustedes están muertos. Muertos por cobardes, muertos por crédulos, muertos por blandos. —Dio media vuelta, buscó una botella a medio terminar, tres vasos, los apoyó sobre la mesa y continuó—. Sírvanse, no soy sirviente de nadie. Vos no tomás nada —dijo mirando al chico—. Todas las cartas están echadas, a cada uno le tocará la suya y no quedará otra cosa que cruzar esa puerta. —Encendió un cigarrillo, tomó el mazo y repartió cinco cartas sobre la mesa, una frente a cada uno de los comensales—. Tomen sus cartas y vayan pasando.

Después hizo una pausa, se sirvió whisky y lo bebió de un solo trago. El niño de la bicicleta fue el primero en dar vuelta su carta. Su rostro se transformó en pesadumbre y espanto, se levantó de golpe, montó su bicicleta y salió en dirección a la avenida. Dijo que tenía que ver a su abuela y que no podía quedarse. Nadie le creyó. El hombre del cuchillo levantó resignado la suya, la miró con desprecio y la dejó nuevamente boca abajo sobre la mesa. Se sirvió un trago y caminó en dirección a la puerta del fondo.

—Todavía no —dijo Blas, y el hombre volvió a su silla con la mirada fija en la espalda de Blas.

La mujer levantó su carta. Tenía dos corazones y la figura de una llave entre ellos. Desconcertada, no se atrevió a preguntar.

—¿Qué esperan para levantar sus cartas? —nos dijo al elefante y a mí.

El elefante se acercó a la mesa, apoyó su trompa y tomó la carta. No pude ver lo que ésta mostraba porque enseguida Blas rugió: —Elegí una carta —me dijo.

Creí que yo ya tenía una carta señalada cuando las repartió, pero antes de que pudiera levantarla apoyó el resto del mazo sobre ella. No me quedaba otra alternativa que elegir una nueva carta.

¿Un fragmento de un poema? No sé de qué máscara habla la carta. De todas maneras dice que siempre es la única. Como si yo no lo supiera. Todas las máscaras no son más que una sola ante cualquier sueño atroz. Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar, dice Borges en su poema, pero tampoco la sombra ha traído paz. Puede que el hombre del cuchillo lo tenga merecido, quién sabrá del crimen que lo condenó a esta noche intemporal. Pero yo quiero creer, como Borges, que esta habitación es irreal, que ella no la ha visto. Tal vez haya escogido mal esta carta, tal vez deba elegir otra —puedo hacerlo, Blas aún no ha retirado el mazo de mi vista— pero he llegado hasta aquí y quizás nos encontremos alrededor de esta mesa por la magia inútil del amor o por la falta de él —lo pienso ahora mientras miro cómo el hombre del cuchillo pasa indiferente el pulgar sobre el filo de la hoja. Será éste el lugar donde los amenazados renuncian. Creo que nadie podrá salir de esta cárcel, ni siquiera el chico de la bicicleta y su soledad, Blas lo hará volver. A esa mujer le cuesta respirar, el amor ahoga. Ninguna de estas líneas son mías, ya lo sé.

Blas dio vuelta la carta de la mujer y le quitó el respirador. Tiró el cigarrillo al piso, lo apagó con la suela del zapato y ahora nos obliga a seguirlo. Salimos en fila de esa habitación. Yo voy detrás del hombre del cuchillo. La mujer me sigue, agitada. Por último, el elefante. Blas se detiene frente a una puerta que presenta signos de haber sido alcanzada por el fuego. —La mujer primero —dijo. Nos hicimos a un lado y la mujer pasó entre nosotros, caminando hacia la puerta. Blas le dio una llave. Apenas la mujer cruzó la puerta, ésta se cerró. El hombre del cuchillo esperó pacientemente la orden de Blas. Luego entró y no se lo vio más. Le pregunté a Blas si podía elegir otra carta. Me lo negó. —La hermosa máscara ha cambiado —me dijo— pero como siempre es la única. Y me empujó hacia el vacío. La puerta se cerró detrás de mí. Del otro lado, el elefante esperaba la orden de Blas sosteniendo su carta.

Blas dudó un momento, sacó otro cigarrillo del bolsillo de su camisa, con un fósforo lo encendió y sin mirar al elefante le dijo que lo siguiera. Volvieron a entrar a la sala iluminada por el farol a querosene en dirección a la puerta de entrada. Blas salió a la calle cuando todo era noche. Miró con hastío hacia atrás para asegurarse de que el elefante pudiera pasar por la puerta —al animal le resultó tan complicado como la primera vez— y caminaron varios metros hasta llegar a la entrada de un viejo conventillo.

Dos puertas idénticas los aguardaban. Blas le dio una profunda pitada al cigarrillo y le dijo al elefante:

—Estas puertas guardan el misterio de lo que podría haber sido. Ahora no son más que un signo de la desilusión. Detrás de ellas se encuentra lo que a los que vienen a mí les falta.

Exhaló una bocanada de humo negro y le dio una llave al elefante.

—Si de algo sirve, se te permite abrir solamente una de las puertas.

El elefante no tuvo más remedio que elegir una entre las dos.

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El elefante dio vuelta su carta.
Una feroz leona no dejaba de mirarlo.

***

Una luz blanca inundó por completo la habitación. No tuve otra alternativa que abrir los ojos. No sabía dónde me encontraba. Las ventanas dejaban entrar una brisa que suavemente agitaba las cortinas. Miré al techo y luego a mi alrededor. Vi a una mujer recostada en una camilla a pocos metros de la mía. Tenía los ojos abiertos y respiraba a través de una máscara de oxígeno. Me di cuenta de que ocupábamos una habitación de hospital. Un ruido monótono y agudo marcaba el pulso de la mujer o los minutos de vida, nunca lo supe. Escuché que alguien se acercaba a paso lento, cansado, arrastrando los pies. La puerta se abrió y una enfermera entró con una bandeja metálica. Traía una jeringa con una medicación. Se sentó a mi lado y tomó mi brazo. Hizo una pregunta que no llegué a comprender; sentí  en la piel un fuerte pinchazo y otra vez volví al sueño. No quería encontrarme con Blas. Intentaba despertar con las pocas fuerzas que me quedaban. De pronto el instrumental que marcaba el pulso —o el tiempo, nunca lo supe— comenzó a acelerar su ritmo. Ya no se escuchaba el sonido intermitente de su marcha, ahora era un ruido constante y aterrador que entraba por mis oídos y me atormentaba. Pensé en la mujer que estaba a mi lado pero ni siquiera pude girar mi cabeza. Abrí los ojos y todo era oscuridad, una oscuridad que me ahogaba. Escuché nuevamente pasos, esta vez presurosos e interminables. La habitación pareció derrumbarse y mi camilla comenzó a moverse. El sonido del instrumental se oía cada vez más lejos y el golpe de una puerta que a mi paso se abrió de par en par me sobresaltó. Ingresé, no supe cómo, a una sala de quirófano. Un olor pestilente me inmovilizó. Me encontraba despierto, sabía que estaba despierto, lejos de todos, lejos de Blas. Respiré aliviado y cerré los ojos inconscientemente. Esa torpeza me llevaría a huir de Blas o a volver con él.

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La mujer se quitó la máscara de oxígeno.
El hombre del cuchillo entró.

***

La trama se ha
roto.
Debes escribir
un final

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*** FIN ***